Sobre Mineralidad absoluta/ Retrato otro de José Luis Brea

Sobre Mineralidad absoluta/ Retrato otro de José Luis Brea
barbaromiyares  Por Bárbaro Miyares

Soy un Dios celoso. No habrá imagen “… ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas…” *1 Imagen-eternidad-sospecha. De lo que estoy completamente convencido es, allá donde se encuentre, de la sonrisa sobrevenida en el rostro de José Luis Brea al contemplarnos sobrecogidos, patéticos y entre elogios ante la lectura de su último ensayo –publicado después de su muerte, pues así había sido su deseo– y con el eco, aun en el cogote, de la macabra sublimidad del re-publicado “Los últimos días”, entonces ya no como recuperación memorable, cosa que en toda regla podría tener algún sentido, sino como conciencia de un estado por ser en breve, que en su caso, y con total naturalidad, era lo que en su filoso humor contaba. “Todo estaba bajo control”, se diría por tanto, aunque bajo el supuesto (y de ahí la sonrisa y el enigma posible) de que los vínculos conectores de la triada “escritura límite, modelo crítico e imagen”, no han sido del todo percibidos y menos aún la docilidad que conjuntamente portan, venida, en su fondo profundo, de un saludable respeto por las cosas de la visualidad y de una economía –como trazado base del (su) gran proyecto emancipatorio– radicada en la mirada. Se trataría por tanto de eso y no de ninguna otra cosa más. Una economía de la mirada que remita a un imaginario que, a su vez, evoque una realidad entonces crítica, es lo que necesitamos. Leer un texto no es simplemente describir lo que creemos descifrar en el, entregándonos –hartos de pasividad tal vez- a una interpretación complaciente. En todo caso, lo conveniente sería –pues de lo contrario nunca estaríamos haciendo una real economía de la mirada– remontar la corriente de los sentidos que al texto, como territorio problema y vínculo en el que se fundan todas las imágenes que contiene, previamente se le ha dado. El ensayo en cuestión se titula “Mineralidad absoluta (el cristal se venga)”. Un ensayo escrito para iniciar la cerrazón necesaria de la anti-imagen por ser. Cerrazón de una figuralidad antípoda, siempre pulsada –de aquella que no remitiría, que dejaría de hacerlo, pues la físicidad y los vestigios estructurales que, en todo caso, necesitaríamos para tal aproximación, habrían sido sabiamente minadas y (con toda suerte de mesías relojero) previamente desmanteladas y disueltas. Toda vez que pretendamos el culto, la anti-imagen –que en el engranaje está dispuesta no para otra cosa sino para consumar el propio suceder histórico– cobrará su justo sentido, y así, la trayectoria otra necesaria. Nunca habrá aproximación, propiamente dicha, pues la anti-imagen es también la imagen que se potencia a sí misma al tiempo que la potenciación deviene celosamente autonegación, y en tal sentido, creación, redimir, consumación. La imagen ha de temer a la imagen para entonces poder ser en la propia desaparición. El eco es la simiente del eco. Todo lo análogo –trabado, en principio, en una más que probable vulgarización de uno de los polos que lo tensionan y que le otorgan rango de semejanza, basado por tanto en una relación sensible con todo aquello que de alguna manera a él lo representaría– entraría en conflicto con el juego de códigos, las batallas críticas, la idea de felicidad y la puesta en común de un sofisticado sistema de conceptos críticos, cuyas claves sería preciso tener –la parte, por tanto, de código convencional de toda imagen o anti-imagen, como afirmaría Melot–, y que por ahí andan (entre papeles y mentes) en forma de acertijos o como complicadas y resbaladizas ecuaciones. Conocedor del potencial crítico del uso de la imagen, ha dejado esbozado –un flujo que va y vuelve una y otra vez al “¿en qué se convierte aquello sin imagen?” que pregunta Melot, y a un sin fin de ruidos ocultos y secretos– un peculiarísimo sí mismo, amen de si tuviera lugar aquello de la mirada de reojo o el yo propietario, que jugaría su papel únicamente (firmado el relato y concluida la escritura) como mirada vigilante de la que ninguna representación ni nadie podría dar cuenta jamás con la nitidez necesaria, a menos que sea como apariencia de un algo abstracto sólo conocido de oídas cuya comunicación, conectividad e incluso feedback, lindarían con finitud y escrituralidad. Tal vez ha querido decir –y aquí, en su volver, la idea de mineralidad es un anteponerse traslucido, una transparentalidad progresiva hacia la petrificación– al estilo de las frías sentencias aguardadas en los libros carolinos e incluso con la certeza de que ello no impediría que las desviaciones fueran inevitables ni que, al margen de todo, verdaderas, amadas y amorosas lágrimas fueran vertidas. Quizás dijo –entonces como perfecta cristalización de la relación “idea de felicidad-proyecto intelectual”, entonces como diamantización de su ser intelectualizado–, autorizo la imagen y su apariencia, pero no su culto. La preeminencia de la mirada. Ya en fuga, entonces constante y sin bordes –en la Distancia Zero misma–, está su gran proyecto, por ahí va. Las claves, una a una y en progresión, han de irse abriendo: iluminación será, por lo mismo, toda aquella lectura crítica de la escritura límite; la lengua, aquello que hará posible esa relación: primero, como críticidad, y después, en forma de nombre. La hierba, entonces entre la iluminación y su nombre, se abrirá definitivo camino: de felicidad a felicidad, de orden profano de lo profano *2 a orden profano de lo profano, y, de cada hombre interior a cada sentido otro del sufrimiento. Trazará una natural línea (fugaz en su totalidad) desde la mineralidad escrita, ensayada, a la perfección cultivada del gran diamante –según Nietzsche, el nivel más alto de la materia.

1 MELOT, M. Breve historia de la imagen. Ediciones Siruela, 2010. Madrid. España.
2 BENJAMIN, W. Discursos interrumpidos I. Ed Taurus, Alfaguara, Madrid, 1987.



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