Basquiat, el golpe definitivo – Por Miguel Cereceda

Basquiat, el golpe definitivo.
Miguel Cereceda

Publicado en ABC


 

El ascenso fulgurante de Jean-Michel Basquiat desde la calle hasta el estrellato de museos y galerías tuvo que ver con el hundimiento de los últimos compromisos de la vanguardia y con el ascenso general de la pintura, a principios de los años ochenta. A finales de los sesenta, la pintura -y en particular, la de caballete- experimentó un ocaso sorprendente, debido al hecho de que encarnaba la forma perfectamente enajenada del arte, la mercantil por excelencia, la que de algún modo convertía a los artistas en meros productores de objetos para satisfacción de las exigencias decorativas de la burguesía, reduciendo a los artistas al nivel de los zapateros y los modistos.

Cotos y reservas. Por eso los artistas de los sesenta buscaron alternativas a lo pictórico y a sus canales habituales de distribución: el museo y la galería. Aparecieron formas como la performance, el happening, las instalaciones, el mail art, el land art, el body art y el conceptual que trataban no sólo de desafiar el carácter fetichista de la mercancía artística, sino que también ponían en cuestión los espacios artísticos tradicionales, que limitaban y reducían el arte a una especie de coto privado o reserva protegida. Sin embargo, como recuerda Benjamin Buchloh, fue Marcel Brodthaers el primero que pronosticó que aquella muerte prematura de la pintura acabaría pronto con un retorno espectacular de aquellos viejos valores falsamente superados.

De hecho, fue así. A principios de los ochenta, la ofensiva contra el arte de vanguardia se expandió con fuerza por Europa y EE.UU., aprovechando el retorno internacional de políticas conservadoras. Era la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y la rehabilitación de la pintura corrió entonces de la mano de la recuperación del mercado y la galería como los espacios de difusión natural del arte. Se bramó contra las vanguardias y contra sus compromisos políticos y, por último, se acusó al arte conceptual de haber acabado con el propio arte. En Italia, Bonito Oliva proclamó el nacimiento de la Transvanguardia; en Alemania, lo hizo Christos Joachimides; en Inglaterra, Norman Rosenthal; en Francia, Jean Clair y en España, Juan Manuel Bonet, Javier Rubio y Federico Jiménez Losantos combatieron activamente por el retorno a la pintura y despotricaron contra la mayor parte de las experiencias vanguardistas a las que tildaron de «payasadas». De este modo, brotaron por doquier transvanguardistas, nuevos salvajes y, entre nosotros, la nueva figuración.

En EE.UU. la cosa no fue diferente. El retorno a la pintura encontró la misma legitimación, con la diferencia de que allí el mercado era infinitamente más poderoso. Lo que entre risas y bromas decían Jasper Johns y Rauschenberg de Leo Castelli, que era capaz de vender como obras de arte incluso latas de cerveza, resultó cierto para la generación siguiente y, en particular, para la implacable Mary Bonne, quien se hizo rica con la transformación de los grafiteros de la calle en artistas presentables en las fiestas de la alta sociedad.

La misma mierda. Sin duda, el gran héroe de esta transformación fue el neoyorquino de origen haitiano Jean-Michel Basquiat. Grafitero, drogadicto, chico conflictivo y artista callejero, el gran mundo del arte reparó en él por primera vez cuando la revista The Village Voice le dedicó en 1979 un artículo en el que se hablaba de las pintadas callejeras que este chaval con buena mano e intuición para la pintura realizaba junto a su amigo Al Díaz por las calles del Low Manhattan, bajo el pseudónimo de SAMO. Sin embargo era un acrónimo de «The Same Old Shit»: «La misma mierda de siempre» contra la que aquellos dos jóvenes rebeldes protestaban. Aquella mierda, sin embargo, se convirtió en oro cuando galeristas sin escrúpulos repararon en su obra y convencieron a Basquiat para que sustituyera los vagones del metro por el lienzo (un soporte mucho más cómodo y fácil de vender). A partir de entonces, en las calles de Nueva York apareció reiteradamente la pintada «SAMO is dead», se disolvío la pareja artística y apareció en los salones y en la gran sociedad el nuevo niño prodigio de la pintura.

El otro Rimbaud. En 1981, René Ricard publicó un artículo sobre su trabajo en ArtForum que se titulaba «El niño radiante», en el que se le comparaba con Rimbaud y, sólo tres años más tarde, el joven Basquiat se encontraba en compañía de los grandes artistas internacionales que se habían acogido a aquella miserable resurrección de la pintura, patrocinada intelectualmente desde Italia por el atrabiliario Achille Bonito Oliva. Todo lo demás fue un camino de rosas: Conocer a Warhol y a Francesco Clemente, con los que colaboró activamente por sugerencia del galerista Bruno Bischofberger, y catapultarse hacia un mercado estratosférico como nunca habría podido soñar.

Lo cierto es que el chaval tenía mano e intuición para la pintura. A su modo de trabajar las grandes superficies, típica del arte callejero, unía una extraordinaria capacidad de absorción de los principales lenguajes de las vanguardias, que había conocido de pequeño con su madre, visitando los principales museos neoyorquinos, y una comprensión natural de las últimas tendencias. Por eso, cuando Warhol lo conoció, se quedó entusiasmado con aquel niño prodigio, lleno de vitalidad y una extraordinaria intuición, que vivió y murió demasiado deprisa.

Más que ningún otro, Basquiat se benefició de este retorno incontenible a la pintura. Fue el mártir de aquella resurrección. Aunque él protestaba negando su influencia, absorbió muchos de los elementos que flotaban en el aire: la rotundidad renovadora del dibujo de Twonbly o la iconografía neosalvaje de Penck. Basquiat supo hacer de todo aquello una gran obra con la que, ayudado por una industria mercantil bien engrasada, consiguió asombrar al mundo.



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