La imagen histórica – José Lezama Lima

La imagen histórica.
José Lezama Lima

(José Lezama Lima. “LA IMAGEN HISTÓRICA”, ensayo publicado en el libro LA CANTIDAD HECHIZADA..Ediciones UNEAC, al cuidado de Dulcila Cañizares, se termino de imprimir el 10 de junio de 1970 en la Unidad Productora 08 del Instituto del Libro.Cuba.)


A una distancia de un tiro de ballesta, dice Maese Leonardo, el hombre dispara su imagen sobre otro hombre agazapado, en acecho de aquel desprendimiento.» ¿Dónde se ancla su imagen? En otro ojo avivado en previas candelas receptoras. Su torre óptica es en extremo breve y con escaso confort. Para captar la imprecisa precisión del desprendimiento de la imagen, Leonardo prepara la grafía de una precisa imprecisión, la visión se verifica al través del «agujero de una agujita». Mientras precisamos, sobre todo para el hombre actual, cuál es la marcha de ese venablo después que se extinguió la potencia acumulada en el cordaje, vemos el disparo como un bulto sin extremos y sin testa, y esa misma región central es recibida por la ventana de la agujita. Al perderse los fragmentos, la imagen se pulveriza. En algún círculo del Infierno, unos desdichados miran, según el verso del Dante, como el sastre cuando va a enhebrar la aguja. Sabemos que son pésimos ojos, que lanzan miradas desvaídas

En el ejemplo anterior precisamos que la ausencia de diversidad es el primer muro que la imagen encuentra en su camino. Pero muy pronto los consejos para el suceso poético, desde la paz octaviana al grand siécle, esa tumultuosa distancia poética recorrida por las cartillas memorables de Horacio y de Boileau, reconocen que la extrema diversidad descalabra el poema. Si pictor velit… si un pintor caprichoso, dice la primera de esas grandes cartillas. Ved la ocurrencia de un pintor, que nos da un antruejo que ha asustado durante muchos siglos: Un rostro con testa de caballo, mezclado con extremos de animales y plumas de aves, terminando con la cola de un indescifrable pez.

En el otro reglamento, el de Boileau, se impide al blondo Tirsis, pastor de la Umbría, en una coronada fiesta de estío, ornar con magnífico lapidario su testa, ni mezclar con su oro el relámpago de los diamantes: tiene que escoger en otro vecino campamento en sequía, un
ornamento más rústicamente riguroso. Aún la fascinante imantación y la sangre tórrida de Lope de Vega, se obligan a la aceptación de esos melindres. Si cito sus palabras es para intentar borrarlas a su favor: «Pues hacer toda la composición figuras, dice Lope de Vega, es
tan vicioso e indigno como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner la color en la mejilla, lugar tan propio, se la pusiera en la nariz, en la frente y en las orejas.» Persas amazonas desmembradas; del uno al otro mar, el trueque de las sirenas odiseicas en manatí
gemebundo o en vacas marinas; las vírgenes guardianas del espíritu del fuego, sabiendo que en el mundo de la resurrección no hay bodas, vemos que desprende una imagen, que se burla como domadora que restalla su látigo, sonriendo dentro de un cuarzo de doble
refracción.

He ahí que la imagen, contraejemplos de Horacio y de Lope de Vega, actúa sobre la diversidad más pintarrajeada, sobre la hybris más hidrópica. Basta que la imagen se desenrede en una reducción hacia un centro, o por el contrario sobre la infinidad, hacia la fiesta de la diversidad o hacia la desolación, para que esplenda removiendo el acto. Si el ser surge en ésa conciencia de la nada, existe también un estado previo al ser, el ser universal o la primigenidad del ser, que pueden enarcar la imagen y hacerla actuante, destruyendo la hybris o diversidad, o la simple y monda extensión.. La imagen nace de esa hirviente polarización, en que la pobrecita preimagen, enredada en lo diverso o fláccida frente a la extensión, lanza un reflejo, un rayo de penetración y disfrute.

Quizá en el primer ejemplo de Maese Leonardo no obtengamos una figura desmembrada, pero para la visión, para las escalas de la mirada, la expresión «a un tiro de ballesta», y el simple mirar por el «agujero de una agujita», no nos regalan una imagen diferente, aislada, rescatada, pero despiertan al mostrar la diversidad de su incorporación, rendida a la imagen concluyente, como un oso hormiguero que de su primera lanzada retrotráctil se apodera de innumerables hormigas, mostrando después su rosada paleta pulimentada como un metal tolemaico.

En lo que un maestro del budismo ha señalado como las escalas de su paraíso: el vestíbulo del alfarero, el árbol de coral, la cadena del ojo del tigre, el Ganges celeste, la terraza de malaquita, el infierno de las lanzas y el nirvana del perfecto, vemos que la imagen rueda de la extensión vegetativa al furor, una antítesis de imagen placentera frente a otra colérica, un árbol frente a un ojo de tigre, una terraza frente a las lanzas infernales. Y entre las dos parejas antitéticas, el río que fluye, que arrastra, que llega a los contemporáneos en el río del Finnegan’s Wake, lleno de nombres de príncipes indios y de pequeños ríos irlandeses. Vemos en esas dos suertes corridas por la imagen, la coincidencia entre la vida eterna y la eterna vida. El vestíbulo del alfarero donde coinciden el dios que va a morir y el discípulo al lado de su dios buscado, aunque ignora su cercanía, y el reposo de la casa del carpintero, turbado por las llamas del ángel. Las cuatro torres carnales, en los jardines del Bosco, se igualan con la terraza de malaquita. La cabalgata de los aquejados de lujuria, con su aguijón de fuego, se entrecruza con los chillidos del infierno de las lanzas. Árboles, ríos, anímalejos reconciliados, en el primitivo paraíso terrestre, y por semejanza, en el paraíso celeste o en la visión de la gloria. Pluralidad de hechizos, diversidad inocente, que aseguran el diseño de su morada futura, su imagen en los hijos de la resurrección. Corales lapidarios, lanzas, tigres, que también logran otra imagen partiendo de la nada del paraíso búdico. Transformaciones causales de un paraíso, hasta lograr el aneantissement de las siete ruedas o cadenas causales.

Como esas parejas mal avenidas pero de indiscutible coyunda, vemos siempre en la ringlera de lo sucesivo verbal las épocas oscuras y mitológicas. Así comienza un error, que todavía vocea en nuestros días, y que debía estar destruido desde las teogonías de Hesíodo. Lo mitológico es siempre esclarecimiento, árbol genealógico, combate donde los dioses visitan a los guerreros, prole engendrada por los dioses y los efímeros. Nuestra época que contempló el surgimiento de la realidad de Troya, quiere olvidar la cercanía del Helicón a los combatientes o a los invocantes. La sombra, cono viviente desprendido del árbol, marcaba el aposento placentero de los dioses y los hombres. El hallazgo genial de Gianbattista Vico, consistió en ver con evidencia que por la poesía el tiempo fabuloso, que si es oscuro, se hace mitología, que trenza un ramaje de dioses y de hombres con el mismo troncón. Esa adivinación, ese Doerum interpretes, que nos recuerda Vico, hacía de la poesía la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad. En el tiempo fabuloso, el dios imperante es Hércules, necesario para vencer el retoño con cien cabezas, protegido por Juno, mientras está convencida que favorece a la familia y a las nupcias. Así, aun en el Olimpo, vemos los cambios políticos de los dioses, de Juno retirándole su confianza a Hércules. Política reversible, pues los habitadores de Gea, la tierra, para disculpar sus licencias, buscaban las relaciones de Jove burlando los juramentos a Juno. En el tiempo mitológico los dioses imperantes son Jove y Apolo, la plenitud de la creación y de la luz, engendrando la poesía. Hera, la pavorosa diosa de los descensos infernales, pertenece al tiempo fabuloso, cuando la poesía dependía de las caprichosas e inapresables visitas de Endimión.

Vico intuye que hay en el hombre un sentido, llamémosle el nacimiento de otra razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio, para penetrar en esa conversión de lo fabuloso en mitológico. Frente al mundo de la physis, ofrece Descartes el resguardo de sus ideas claras y distintas. Frente a los detalles «oscuros y turbios» de los orígenes, Vico ofrece previamente a las platónicas ideas universales, la concepción de sus universales fantásticos o imaginarios. Como vimos en la política de los dioses, las relaciones extramatrimoniales de Júpiter influyen en la reunión de las primeras familias del patriciado. Esos universales imaginarios, los mitos, nacen de la apetencia, según la frase de Vico, de «homerizar a Platón y de platonizar a Homero». Platón encuentra siempre en el poeta ese elemento teocrático mitológico. Si lo considera ser sagrado tiene que llevarlo al más lejano Helicón de la reminiscencia; si ligero por sus entradas y despedidas de los raptos y la mudez, por su frenesí con los coribantes y por su majestuoso recuerdo de los éxtasis. El Platón del Ion o de la poesía está aún entre la dialéctica socrática y su propia reminiscencia, pues si no cómo distinguiría entre los pasajes de Homero, los propios del especialista y los del adivino. Pero en el Gorgias, ante la amenaza del joven Calicles, evoca Sócrates las praderas de la reminiscencia, las dos grandes fuentes que separan a los descendidos al Hades y la compañía de Minos y del rubio Radamanto. Minos, que Ulises ve de reojo en los infiernos, «teniendo en la mano un cetro de oro y administrando justicia a los muertos». Es decir, se ha cumplido la indicación de Vico, se ha «homerizado a Platón».

Ya podemos vislumbrar la imagen más allá del símbolo y más allá de la imaginación, pues hay en el símbolo como un recuerdo de la cifra que lo atesoraba. Una rama puede ser un símbolo de la fertilidad, si con esa rama penetramos en los infiernos, como en La Eneida, quien la porta la trueca en imagen. La imaginación que nace, gorgonas, centauros, de la comparación de dos formas reales. Por una fácil paradoja en la aceptación que le damos a la imagen, es ésta totalmente opuesta a la imaginación. La imagen extrae del enigma una vislumbre, con cuyo rayo podemos penetrar, o al menos vivir en la espera de la resurrección. La imagen, en esta aceptación nuestra, pretende así reducir lo sobrenatural a los sentidos transfigurados del hombre. Lo natural potenciado hasta alcanzar más cercanía con lo irreal, devolver acrecidos los carismas recibidos en el verbo, por medio de una semejanza que entrañe un desmesurado acto de caridad, aquí la poesía aparece como la forma probable de la caridad todo lo cree, chantas omnia credit.

Tres frases colocaría yo en el umbral de esta nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: «Lo imposible creíble», de Vico. Es decir, el que cree vive ya en un mundo sobrenatural, cualquier participación en lo imposible convierte al hombre en un ser imposible, pero táctil en esa dimensión. Acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas las cosas. Segunda frase: «Lo máximo se entiende incomprensiblemente.» Es la línea trágica, inalcanzable, desesperada, que va desde San Anselmo a Nicolás de Cusa, que pretende hipostasiar el mundo óntico, el ser, en un cuerpo, en el mundo fenoménico. El ser máximo es, lo que es tiene que ofrecer una realidad, si no tendríamos que aceptar que la posibilidad real no es. Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: «No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee, sino que vea tan sólo lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza.»

Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, como atolondrada criatura de prolongaciones, pero de esencia imprescindible y secretamente reclamada, deslizamos también nuestro caduceo interrogante, pues el original se invenciona sus citas, haciendo que tengan más sentido en el nuevo cuerpo en que se les injerta, que aquel que tenía en el cuerpo del cual fueron extraídas.

El imposible al actuar sobre el posible, crea un posible actuando en la infinitud. En el miedo de esa infinitud, la distancia se hace creadora, surge el espacio gnóstico, que no es el espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación. El hombre tiene la nostalgia de una medida perdida. Los niños muertos, en el mundo de la resurrección, es decir, en el de la plenitud de la imagen, resucitan como si hubiesen alcanzado su mundo de plenitud. Todo lo que el hombre conoce es como un enigma, conocimiento o desconocimiento de otra jerarquía, de lo que conocerá plenamente en la muerte, pero tiene vislumbre de que ese enigma posee un sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón. La imposibilidad de que el hombre justifique la muerte hace que ese imposible convierta la resurrección en un posible. Lo que no es verdad ni mentira, el hombre lo percibe como verdad. Cuando Leonardo afirma que hay once formas de nariz, sabemos que eso es una verdad. Sujeto y objeto se devoran, desapareciendo. Es lo que engendra la relación entre la razón espermática de los alejandrinos, de Plotino, de San Buenaventura, y la realidad inteligible de los hilozoístas, la materia signata de los escolásticos. La claridad de un hecho puede ser la claridad de otro, cuya semejanza no es equivalente, que permanecía a oscuras, pero la iluminación o sentido adquirido por el primer hecho, al crear otra realidad, sirve de iluminación o sentido al otro hecho, no semejante. La precisión de sus cronologías y el esplendor de sus riquezas dominadas como un pastor en una fiesta de bodas, surgiendo de su pastoreo su magnificencia, Bossuet subraya de Abraham que muestra su magnificencia haciéndola aparecer principalmiente ejerciendo su hospitalidad con todo el mundo, otorga grandes detalles sobre la fundación de Argos y la maldición de Inacus. La riqueza regalada casi por los dioses al período del pastoreo de Abraham, se convierte en un espejismo en las expediciones rechazadas por un oleaje de maldición. Una hospitalidad suntuosa regalada a los pastores y rechazada para los argonautas obstinados, como dos prisioneros atados de espalda, como el acordelamiento de las astas de cobre del reverso. El hombre es una respuesta, un seguir un hilo, que no se sabe cuando se rompe. La respuesta de una pregunta intemporal. Existe una causalidad en lo no visible, no figurable, que aparecía como un juego entre los griegos. El hilo de un verso, dicho por alguien, continuado por otro verso o sentencia similar, nombre de hazañas de fundación de ciudades, que tenían la gracia de su ringlera o la igualdad de las sílabas finales. Cualquier respuesta era válida rendida por el conocimiento o la gracia, el acierto de la respuesta creaba la inicial causal. Al que no podía seguir el hiló, le mezclaban la rugosa lejía a su espumosa crátera. El hechizo desprendido por algunas ciudades del mundo antiguo, que oyeron más de cerca el respirar de los dioses. Varrón, dato de Vico, nos dice que en algunas pequeñas ciudades del Lacio, llegaron a rendirle culto a treinta mil deidades. Homero nos dice que en dos o tres ciudades del período mitológico, se hablaba la lengua de los dioses. De tal manera, que si a la ciudad de las treinta mil deidades llegase un extranjero con esa habla de los dioses, tendrían la extraña y maravillosa sorpresa de poder recibir la visita de esos treinta mil dioses restantes. Por ese hecho sobrenatural, el visitante, por sencillo que fuese, comenzaría a vivir como un diosecillo.

La existencia de los gigantes en la mitología, en las cronologías y en la reminiscencia, forman la imagen del hombre transfigurado, alcanzando otra especie, rompiendo las murallas del ser, adquiriendo la lanza de Baal, que es el mito del fuego en el cielo, del hombre llevando el fuego a las moradas celestes. Hacían los gigantes lo que querían con los cuerpos en el aire. La lucha de los gigantes contra Júpiter, lo fue también contra los semidioses, que iban a prevalecer en el vencimiento de las fábulas por los mitos. La escasa ayuda de los dioses decidió a los gigantes a escalar el cielo. Mientras Júpiter cosquillea en las estrellas del manto de Juno, Licaón quiere comprobar la divinidad de Júpiter matándolo. Existían los gigantes de la luz y las tinieblas. Hesíodo habla de los titanes en el tiempo fabuloso, talla colosal al servicio de los dioses, pero Ovidio, eco tardío del período mitológico, habla tan sólo de los gigantes, desmesura de las tinieblas. En sus tumbas de piedra, en Karnak, yacen los gigantes rodeados de dólmenes, de reyes que en las pirámides sueñan los astros colosales acercándose a la tierra, y la luna cercana, entonces más brillante que el sol, las mareas extinguidas en las tumbas reales de los montes tebanos. Todavía San Agustín, en La ciudad de Dios, cree en ese encuentro de los hijos de Dios, los ángeles, con las hijas de los hombres, que engendraron los gigantes, nacidos de la confusión de las semillas, que vienen a ser arrastrados por el diluvio. Acaso los espíritus puros pudieron conocer en la carne. Una nueva cultura surgiría si los ángeles llegaran a hipostasiarse, si toda la materia adquiriese la transparencia y la transparencia el espíritu puro. Y el espíritu puro conociese con las hijas de los hombres.

Encerrada en su tumba Ifigenia oye que su prometido, el hijo de Peleo, fue educado por Quirón, el más sabio de los centauros, para impedir que aprendiese las pervertidas costumbres de los hombres. Oye que su salvador cumple su petición: «Yo he deseado mucho que viniese alguno de Argos.» Aún en su encierro la visitan los linajes mitológicos y los envíos de la prodigiosa ciudad. No es su lejanía del período dialéctico la que le envía esos destellos, que hacen que aún en su encierro, perdido el poderío de su realeza, la rodeen como la reminiscencia de los gigantes fundadores de reinos. En pleno senado romano, Julio César declara que por su tía Julia desciende de dioses inmortales, declaración temeraria ante las tribunas del pueblo, si no fuera que ya en la Etruria sagrada el agricultor participó de la ciudad ascendiendo entre nubes y remolinos.

No sólo en la concepción sino en el relato de la concepción del Dios, interviene el Espíritu Santo. Al terminar ella de hablar, dice el evangelio apócrifo de San Bartolomé, «empezó a salir fuego de su boca». Para su relato busca apoyarse corporalmente en los apóstoles, «Pedro, siéntate a mi derecha —le dice— y apoya tu brazo izquierdo en mi brazo. Bartolomé, ponte de rodillas detrás de mí y apoya mis espaldas, no sea que al comenzar a hablar se me rompan los huesos. Tú, Juan, qué eres virgen, pon tu mano en mi pecho.» Si en la concepción interviene la sombra, en el relato es el apoyo lo que asegura la revelación del secreto. Ahí la imagen queda como una sombra apoyada. Oh, alma mía, intenta ya tan sólo lo imposible, diremos agrandando el reverso de la frase de Píndaro, y lleva la poesía a la resurrección, ya que el conocimiento posible se ha convertido en Ouroboros y baila como la serpiente ante la flauta del Maligno.

Septiembre y 1959.



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